Texto propio 13: No hay garantías

013. No hay garantías

Magdalena siempre hizo lo que quiso. De chica sus padres se reglaban por el laisser faire. “Dejar hacer, dejar pensar” decía en un cartel con letras fileteadas en la entrada de su casa. Adoraba pasar las tardes en la plaza.
Norma siempre fue asesorada acerca de qué movimiento debía hacer en cada caso hasta que asimiló cada orden de manera tal de no necesitar señales, ni regaños, ni la violencia de las miradas de ceño fruncido que marcan la voluntad ajena. “No confundir libertad con libertinaje” acusaba el escudo del colegio de monjas ultraortodoxas al que concurría hasta las 18 horas, momento en que empezaban sus  clases de dos horas diarias de danza clásica.  Apenas si tenía tiempo de hacer las tareas del colegio recuperando los fines de semana.
Magdalena tuvo su primer novio y  consecuente desflore a los 14 años; él tenía 18 y era un hippie cantante de un grupo de rock.
Norma no tuvo relaciones hasta su matrimonio con un chico de una familia de la oligarquía nacional impuesto por sus padres para asegurarle un futuro próspero. El sexo era sólo un trámite esporádico sin gozo ni pasión.
Magdalena abandonó el secundario y  emprendió de gira con su novio en cuyos recitales vendía artesanías.
Norma terminó el conservatorio de música clásica y se dedicó a dar clases en colegios de alta alcurnia.
Magdalena descubrió que su novio le metía los cuernos con cuanta fanática se le acercaba mientras ella trataba de conseguir algún dinero de su trabajo manual.
Norma descubrió que su marido le era infiel con una chica de la que había estado siempre enamorado, en las horas de clases.
Magdalena se mudó de barrio y para pagar su habitación de alquiler gira las calles.
Norma nunca más pisó su casa matrimonial, la cual fue vendida por su esposo antes de fugar con rumbo desconocido con su nueva compañera. Alquila una habitación y debe soportar el acoso sexual y manoseo del viejo verde del director del colegio donde dicta clases con lo que paga su renta.

Sus vidas fueron distintas en sus formas desde la cuna. Sin embargo, hoy están a dos metros de distancia tomando una ginebra en el mismo bar y preguntándose al mismo tiempo: “¿En qué mierda me equivoqué?”.