Publicada en Miradas al Sur del 01/6/2014

Homenaje a Miguel Ángel Bustos
A 38 años del secuestro de su padre, una charla con Emiliano Bustos, hijo del poeta, periodista y militante desaparecido.
Miguel Ángel Bustos era poeta, periodista, dibujante, militante y padre. El 30 de mayo de 1976 fue secuestrado por un grupo de tareas de la última dictadura cívico militar. Trabajó en las revistas Siete Días, Panorama y Nuevo Hombre, y en los diarios La Opinión y El Cronista Comercial. Fue docente en la carrera de Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Publicó Cuatro murales (1957), Corazón de piel afuera (1959), Fragmentos fantásticos (1965), Visión de los hijos del mal (1967) y El Himalaya o la moral de los pájaros (1970). Las precisiones sobre su asesinato las tuvo su hijo recientemente, cuando confirmaron que eran de su padre los restos hallados en una tumba individual sin nombre encontrada por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) a principios de los años noventa en el cementerio de Avellaneda. Bustos había sido asesinado junto con diez personas más en la costa de Sarandí, Avellaneda, el 20 de junio de 1976.
Su hijo, Emiliano Bustos (hoy de 42 años, poeta, dibujante y, a su vez, padre), tenía cuatro años cuando una patrulla ingresó a su casa en la calle Hortiguera y le arrancaron a su viejo. Creció sin él, reconstruyó su historia, buscó, reclamó un lugar donde llorarlo y exige justicia. Recién 38 años después pudo saber que se cree que Miguel Ángel estuvo cautivo en el centro clandestino conocido como “El Vesubio”.
En diálogo con Miradas al Sur, Emiliano recordó el momento en que le confirmaron el hallazgo: “Patricia Bernardi, del Equipo de Antropología Forense, me llamó a fines de febrero pasado para reunirnos. No me adelantó nada, pero quise pensar que podía ser, por fin, la verdad sobre mi padre. Nos reunimos y me confirmó que habían identificado los restos. Pero también que, según consta en un acta militar, había sido asesinado en un enfrentamiento fraguado junto con otras diez personas más en la costa de Sarandí, Partido de Avellaneda, el 20 de junio de 1976. Al día siguiente, los once fueron inhumados en el cementerio de esa localidad, en el llamado sector 134”.
–¿Qué otra información le aportó el Equipo de Antropología Forense?
–Todo lo que sé de mi viejo desde la fecha de su secuestro lo sé gracias al EAAF: qué día fue asesinado, dónde y cómo. El 20 de junio de 1976 no existía para mí y ahora es una fecha que también encierra un período, esos 20 o 21 días, de preguntas, pero mucho más acotadas.
–¿Qué le modificó esta reciente confirmación?
–Lo vengo pensando desde que el EAAF me comunicó la identificación: desde luego, me modifica el presente, pero también el pasado. Todo lo que viene y todo lo que pensé que había ido y venido en direcciones que de pronto se esfumaron. Fueron veinte días nada más. Nosotros quisimos creer que en algún lugar estaba. Pero en veinte días lo habían matado.
–¿Cómo recuerda aquel 30 de mayo de 1976, el día del secuestro?
–Como vivíamos a dos cuadras del Parque Chacabuco, íbamos muy a menudo. Y esa tarde fuimos. Nos quedamos bastante, tal vez volvimos ya de noche. Lo que después puedo recordar se mezcla con el recuerdo de mi madre: cómo golpearon la puerta, el operativo con seis o siete personas en mi casa, el desastre que dejaron y, fundamentalmente, mi viejo esposado, al final, y mi madre levantándome para que le dé un beso. Ahí uno de ellos le dice “Bustos, llevate una manta que hace frío”, y mi viejo va a mi cuarto y se lleva mi frazada. Cuando se lo llevaron nos subimos a un taxi, hacía mucho frío esa noche, y fuimos hasta la casa de unos familiares que vivían cerca. Dos días después tuve mi primer ataque de asma.
–¿Cómo siguió todo?
–Los días, meses y años siguientes fueron difíciles. Los últimos años de la dictadura (tal vez fue antes pero mi recuerdo es más claro a partir de ese momento) nos acercamos a los organismos de derechos humanos, especialmente a Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. Mi recuerdo de Cata Guagnini y de Emma Pecach es bien nítido. Durante ese tiempo Emma, cuya única hija está desaparecida, me había adoptado como una especie de nieto y me regalaba libros y me llevaba a pasear. Durante el fin de la dictadura y primeros años de la democracia fuimos a las marchas, recuerdo las del 30 de marzo y 16 de diciembre de 1982. Participé en ese tiempo, no milito en HIJOS. Nuestras vidas cambiaron para siempre a partir del secuestro de mi viejo. Mi madre nunca volvió a reconstruir su vida, aunque seguramente fue una decisión.
–¿Cómo fue descubriendo a su padre?
–Para reconstruir a mi viejo, además de la memoria permanente de mi madre, estuvieron las fotos y, un poco después, los poemas. Pienso en otros hijos, que en algunos casos sólo pudieron conservar fotos borrosas de sus padres, en donde a veces los tenían que adivinar entre mucha otra gente. Mi historia fue distinta. Tengo bastantes fotos de mi viejo, aunque nunca son suficientes, y sus escritos. Gracias a eso pude darme una idea de quién era. Y, por supuesto, los testimonios de su familia y amigos. Pero siempre sus papeles y sus poemas como el mejor y más vivo testimonio. Por ese lado, el descubrimiento no cesa nunca.
–¿Cuándo se le hace casi tangible su recuerdo?
–Recuerdo el último beso que le di; el de la despedida. De algún modo concentra todos los demás. También recuerdo que una vez íbamos en taxi y el taxista tomó por otra calle, no por la que mi viejo le había indicado, y cómo se peleó con él. Tal vez intuyó que ese desvío podía deberse a otra cosa y supuso un peligro. Me recuerdo mirando desde abajo, en el asiento de cuero del taxi, su cara enojada. Estábamos cerca de casa.
–¿Volvió alguna vez a la casa de Hortiguera, en Paque Chacabuco?
–Sí, volví muchas veces. Primero con mi madre, después solo. Durante años fue el último lugar en donde podía, o creía, encontrar algo de mi viejo. Un lugar que se me aparecía como congelado, fijo. Miraba el balcón y lo veía igual. Durante bastante tiempo el departamento estuvo cerrado o desocupado y entonces esa imagen congelada de la que hablaba se hacía más evidente, más presente. En cierto modo era una ceremonia solitaria que compartí pocas veces, con pocas personas. Hasta que el 31 de agosto del año pasado, justo para el cumpleaños de mi viejo, colocamos una baldosa con Barrios x Memoria y Justicia de Almagro. Ese día la ceremonia se socializó.
–¿Cuánto de su hacer actual tiene que ver con él?
–Yo les debo a mis viejos la lectura, la palabra y el dibujo. Seguramente les debo muchas otras cosas, pero tal vez eso es lo que más pude conservar. De ambos recibí todo eso: mi viejo escribía y dibujaba, mi vieja dibujaba y escribía. Mi familia quedó trunca desde la desaparición de mi viejo y mi mamá nunca volvió a ser la misma, pero ella siempre fue el motor de su memoria al conservar sus papeles, sus escritos, sus dibujos. Como escritor y dibujante vengo de ese lugar de memoria por mi viejo y de constancia y esfuerzo por esa memoria que me legó mi vieja. Mi camino parte de ahí y luego sigue.
–¿Cómo vive las reediciones de los trabajos de su padre?
–En 1998 se volvieron a publicar por primera vez sus poemas después de la dictadura. La antología Despedida de los ángeles, que publicó Libros de Tierra Firme, fue posible gracias a la insistencia de su editor, José Luis Mangieri, y de mi madre, Iris Alba. También fue importante el trabajo de selección que hizo Alberto Szpunberg, poeta de la misma generación que mi viejo y, además, su amigo. Esa antología es fundamental porque rompe el silencio de la dictadura. Casi una década después, en 2007, el Centro Cultural de la Cooperación publicó Miguel Ángel Bustos. Prosa 1960-1976, volumen que pude compilar y cuyo prólogo también me pertenece. Fue un viaje a su obra, a su vida y al periplo intelectual de los trabajos periodísticos que realizó durante los últimos años, en la revista Panorama y en los diarios La Opinión y El Cronista Comercial. Esas notas no se habían vuelto a publicar, ni siquiera parcialmente. Un año después, en 2008, Editorial Argonauta publicó la poesía completa, que también tuve la oportunidad de prologar y compilar. La edición incluye muchos de sus dibujos.
–Hace poco expuso sus trabajos junto a los de su padre, ¿cómo fue esa experiencia?
–Fue distinto al trabajo que hice con su obra escrita, porque ahí entraba en cierto modo como alguien de afuera, como alguien que revisaba y ordenaba sus papeles y que no se permitía actuar, también, junto a esos escritos. Lógicamente tenía que ser así. Mi trabajo de poeta se limitó a intentar entender y visualizar, siempre desde afuera. Exponer dibujos míos con dibujos de mi viejo fue otra cosa, ahí estuve adentro, me permití estar adentro. En el catálogo de la muestra hubo algún dibujo que llegamos a hacer juntos, en el que mi viejo anotó mi nombre. Era una costumbre la de dibujar juntos. Eso pudimos hacerlo. Y la muestra fue, un poco, ese encuentro, no sólo como forma de historia inconclusa sino presente, por eso tal vez la elección del título: “Todo es siempre ahora”.
–Algunos hijos tienen sentimientos encontrados con la militancia de sus viejos. ¿Cómo lo siente usted?
–La militancia de mi viejo sólo debería verla en su contexto. Y, al mismo tiempo, el de la militancia es un escenario al que no puedo dejar de demandarle cosas, explicaciones. No soy historiador para entender las cosas que tanto me afectaron en lo personal únicamente en una perspectiva de contexto, de época, de circunstancias. Admiro profundamente a mi viejo pero también lo critico. Por eso no pretendo, y tampoco podría hacerlo, estandarizar su memoria en un punto fijo para hacerle decir o pretender hacerle decir siempre lo mismo. Todo eso es muy complejo, de algún modo el pasado está tan vivo como el presente.
–¿Qué extraña todavía de su padre?
–Extraño cuando pienso todo lo que podría haber hecho con él.
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