Publicada en Miradas al Sur el 09/08/2015


Con un mal molde

Todo siempre es distinto y más complejo de lo que aparece en la superficie y no por eso pueden deslindarse responsabilidades, más bien todo lo contrario. Es impensable que, en pleno siglo XXI, alguien sea capaz de avalar la esclavitud, tampoco la que padecen los trabajadores textiles en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, un negocio que salpica de cerca a la familia gubernamental.
Los grandes medios desvían la atención sobre los talleres clandestinos sólo indicando que son los proveedores de espacios de comercialización como La Salada, ocultando que también las grandes marcas (que publicitan con páginas enteras en sus propios medios) son beneficiarias de esa producción ilegal.
Nada cambia en pagar poco o mucho un producto comprado en una feria callejera o un shopping si casi la totalidad de la producción textil de la Ciudad se realiza en esos términos. Una ciudad que se ve beneficiada de la plusvalía que generan. Buscando respuestas, Miradas al Sur recorrió uno de los barrios de mayor concentración de denuncias de talleres clandestinos: Floresta. Allí, los vecinos reconocen que, por las noches, detrás de las cortinas metálicas se oyen máquinas funcionando sin parar. Y consideran que se debe a esta sobreabundancia que en la zona se corta la luz frecuentemente.
El incendio del taller clandestino ubicado sobre la calle Luis Viale 1269, ocurrido en marzo de 2006, fue un momento bisagra que debería haber obligado a la toma de conciencia. Simbiosis, un colectivo de la comunidad boliviana, comenzó a funcionar a poco de cumplirse dos años del incendio. Entre otras actividades montaron una editorial de libros hechos con los retazos de los cortes de los moldes, los pedazos descartados de esos géneros, los descartes industriales.
“Surgió un poco también pensándonos a nosotros mismos, como esa parte que al sistema no le sirve. Éramos como esos retazos descartados, sólo que nos juntábamos y armábamos otra cosa”, revela Juan Vásquez, ex costurero e hijo de costureros. El primer libro que editaron fue una narración subjetiva sobre los hechos ocurridos en el taller de la calle Luis Viale. El segundo, sobre cocina boliviana en Buenos Aires. Un libro que en realidad terminó revisando la inmigración.
Vásquez y su equipo brindan asesoría popular textil, cada sábado de 15 a 18, en Morón 2453, en una casona del barrio porteño de Flores. “Si después de 2006 no se modificaron las condiciones de trabajo es porque las organizaciones no fueron capaces de reencauzarlas hacia otro lado. Se ocuparon de proteger los talleres y listo”, revisa Vásquez. El incendio ocurrido hace tres meses les hizo pensar que era tiempo de ayuda a generar modificaciones estructurales adentro de los talleres. “Y es ahí donde nos encontramos con la dificultad de la construcción del sujeto costurero.Y no porque fuera difícil organizarse ni por falta de voluntad por estar sometido o por falta de rebeldía, sino porque ya se proyectó ser tallerista”. Vásquez reconoce no haber podido llegar desde la organización de costureros, así que se plantearon que el cambio debe empezar por sumar al tallerista. “Porque cuando hay un allanamiento, las marcas importantes se hacen las boludas, el tallerista calla para no involucrar a la marca y es el único que queda pagando”. Por eso entiende que la ayuda real es empoderar a los dos. “Si los talleristas en lugar de obstaculizar los derechos de los costureros los regularizaran podrían visibilizar la cadena que les une con la marca. Y así pedirle también papeles a la marca. Es que, de lo contrario, si te pagan con cheques a 60 días o más y al momento de cobrarlos no está el dinero, ¿con qué papeles vas a reclamar?”, dice Vásquez y reflexiona que incluso tener todo en regla permite exigir mejores pagos. “Para la marca también puede ser un plus trabajar con esos estándares”.

Buscando alternativas
Ezequiel Conde, presidente de la cooperativa textil que desde 2014 produce la marca Soho, subraya ahí las responsabilidades institucionales: “Lo que nadie quiere discutir en este tema es la cadena de valor. Es ahí donde salta que los grandes pulpos que se llevan la parte del león son las grandes marcas. Por eso hay que ir desde arriba para abajo y no meter preso sólo a los talleristas”. Sostiene que “hay que agarrar al dueño de Awada, al de Kosiuko, al de Cheeky, incluso al de Soho, con todas las pruebas que presentamos”. Considera que cuando el gobierno de la Ciudad captura talleristas amparados en la ley contra la reducción a la servidumbre toma a “perejiles” y cuestiona que nadie da “un pasito más”. La ley de trabajo a domicilio establece la solidaridad penal frente a los casos de explotación en talleres clandestinos. “Pero nadie quiere ir a agarrar al dueño de la marca”, afirma Conde y asegura que es por eso que quisieron, desesperadamente, modificar en 2007 y en 2009 el punto de la ley que refiere al carácter de solidaridad penal que tienen desde el dueño de la marca hasta el dueño del taller.
Vásquez toma como punto de partida de la naturalización de esta situación la destrucción de la industria que fomentó la última dictadura. “Esto empieza en los años ’70, cuando la dictadura hace mierda la industria. Y predominantemente la colectividad judía y la coreana empiezan a trabajar por fuera de las fábricas. Por entonces, los talleristas eran judíos y los coreanos, costureros. Y logran crecer y a ascender socialmente. Y los primeros se hacen fabricantes y los segundos, talleristas, dejando una estructura sin bases. Y es ahí donde entramos nosotros. Y la estructura empieza a potenciarse en cantidad. Y hoy ya hay fabricantes enormes que son bolivianos. Pero todo en base a la explotación”.
Una de las muchas dudas que quedan flotando es: si fuera cierta la dicotomía planteada por Macri entre clausura y consentir la esclavitud, ese consentimiento, ¿no sienta un precedente que podría extenderse a otros gremios?.

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