Publicada en Miradas al Sur el 03/3/2013

Ojalá que llueva café en el campo
Por qué la actual crisis exportadora del “oro negro” afecta aún más el esquema de concentración de la tierra y el acoso a campesinos e indígenas, en un país con 6 millones de desplazados internos. 
       
Paro de caficultores colombianos. Miles de campesinos marchando pacíficamente por las rutas en reclamo de mejoras al sector. Desde el Estado, las respuestas son amenazas y represión.
Al cierre de esta edición, los productores de café seguían de paro. Ya hacía seis días que exigían medidas que revirtieran la caída de la producción y del precio del café. Una situación que agobia a cerca de 600 mil familias.
Mientras que en 1993 Colombia exportaba cerca de 17 millones de sacos de café, en 2012 despacharon menos de la mitad. El café es un producto que para Colombia, en la década del 60, llegó a significar el 63 por ciento de las exportaciones. El precio de la carga de 125 kilos se redujo de 605 dólares, en diciembre de 2011, a 281 dólares, en febrero de 2013. Y aunque el problema se inició en 1989, cuando Colombia aceptó someterse a las políticas del libre mercado en la Bolsa de Nueva York, el actual presidente Juan Manuel Santos ha puesto más el foco en que los campesinos desbloqueen las rutas, a quienes consideró terroristas y contra quienes ordenó violentas represiones. En respuesta, día tras día se fueron sumando a las movilizaciones distintos sectores campesinos y políticos de la oposición.
Un tanto más flexible con las presiones había resultado Santos, aunque con otro sector, cuando el año pasado lanzó desde el Congreso una reforma tributaria para reducir del 33 al 25% los impuestos que pagan las grandes empresas.
La desigualdad que revela el conflicto ofrece, entonces, una oportunidad para entrever algo de la compleja realidad social colombiana donde se juegan al mismo tiempo: una fuerte desindustrialización; un crecimiento de las exportaciones de materias primas sin valor agregado; un conflicto de guerra civil en democracia, paramilitares asociados con carteles de droga y multinacionales; desplazamientos internos de poblaciones enteras; una fuerte presencia de sicarios; una involución en las economías del campesinado y el crecimiento de monocultivos… en un contexto de urgencia donde parecería que no hay tiempo de analizar ni la concentración de tierras, ni las injusticias contra los pueblos originarios, ni la violencia de género.
La evidencia terrateniente. El contexto laboral muestra una Colombia con un porcentaje de trabajadores en blanco que rondaba el 54,2%, en el año 2000, y que bajó al 42,8% en la actualidad. En contraste, el promedio de los países latinoamericanos supera el 65%. Cerca de un millón de trabajadores cobra el salario mínimo de 372 dólares y dos millones de trabajadores ganan mucho menos de ese mínimo.
Por su parte, entre la población campesina no menos del 65% se encuentra debajo de la línea de pobreza y un 23% en la miseria.
El reciente Informe Nacional de Desarrollo Humano, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), indicó que entre el 2001 y el 2010, el índice de desigualdad Gini en la propiedad de la tierra en Colombia pasó del 0,80 al 0,86 (donde cero es la menor desigualdad y uno es el nivel máximo).
Es en la propiedad de las tierras donde se evidencian algunas de las grandes injusticias colombianas: el 7% de los terratenientes poseen el 85% de las tierras, que en su mayoría son improductivas y están siendo entregadas a las transnacionales para explotar oro, níquel, coltan, tierras raras y todo lo que encuentren a su paso. Pero respecto de las tierras fértiles, el 1,3% de los terratenientes tiene el 48% del área cultivable y un 67% de los campesinos apenas el 5,2%. En el caso de los caficultores, el 90% de los productores tienen parcelas inferiores a tres hectáreas.
Colombia ocupa 1.141.748 km² y, según datos oficiales del Gran Atlas de la Distribución de la Propiedad Rural en Colombia entre 1960 y el 2009, los minifundistas pasaron de constituir el 66,7% de todos los propietarios a ser menos de la mitad (49,8). Mientras tanto, los dueños de más de 500 hectáreas se elevaron del 0,4 al 1,4% del total. Lo que se mantiene es el área en poder de unos y de otros: entre 28 y 29% del territorio para unos pocos latifundistas, y 6% para los pequeños tenedores de tierras.
Desguarecidos. Colombia es uno de los países del mundo con el mayor número de desplazados internos, entendiendo por desplazados a grupos de más de 10 familias o más de 50 personas obligadas a dejar sus territorios o casas por amenazas contra sus vidas. Allí, el desplazamiento forzado ha funcionado como un instrumento para instaurar una suerte de contrarreforma agraria a favor del narcoparamilitarismo. Entre un 80 y un 90% de esos desplazados vive por debajo de la línea de la pobreza; se dirigen a los grandes cascos urbanos, donde padecen discriminación, persecución y represión. Muchos nunca pudieron volver a sus tierras y debieron recomenzar su vida sólo con la ropa con la que pudieron escapar.
Hasta mayo de 2011, el gobierno había registrado a más de 3,7 millones de desplazados internos en el país. Pero las ONG como la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes) consideran que la cifra real de desplazados por el conflicto armado interno –desde mediados de los años 80– supera los seis millones de personas. La cifra es impresionante: el país en donde son un poco más de 46 millones.
"Colombia es el segundo país del mundo en el que se desplazan forzosamente personas, después de Sudán", revela en diálogo con Miradas al Sur Javier Calderón Castillo, 37 años, magister en sociología política de la Universidad Nacional de Colombia y con un enorme currículum militante: es miembro de la Asociación Sindical de Profesores Universitarios de Colombia; participa de Colombianos y Colombianas por la Paz, el movimiento que lidera Piedad Córdoba; es asesor de la Federación Sindical Mundial y miembro de la comisión de relaciones internacionales del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica.
“Los millones de campesinos desplazados están en la miseria en los cinturones de exclusión de las grandes ciudades”, dice Calderón. “Hay tres millones de colombianos en Venezuela, 600 mil en Ecuador y cada vez más salen expulsadas miles de personas del país por este motivo o por los efectos del modelo neoliberal. "El presidente actual –continúa– propuso una ley que pretendía en apariencia restituir parte de esas tierras a los desplazados, pero en sus primeros meses de implementación quedó claro que es una estrategia para legalizar los predios arrebatados a la fuerza… Ya van 45 líderes campesinos asesinados que habían entrado en ese proceso creyéndole al gobierno”. Calderón denuncia también que a la concentración de la tierra se añade el modelo extractivista y de extranjerización de la tierra.
Refugio violento. Carla –tal su nombre ficticio, pidió reserva– tiene 25 años. Es una refugiada colombiana en Argentina. “Mi vida era la típica de una familia de madre soltera de clase media baja. Es decir, teníamos todas las comidas, sin lujos, y junto con mi hermana podíamos ir a la escuela y trabajar”, señaló a Miradas al Sur.
Recuerda que en su entorno tanto familiar como social no era demasiado difícil darse cuenta de todas las formas en las que el conflicto armado les afectaba, directa o indirectamente. Y en su adolescencia empezó a militar para denunciar el accionar de las fuerzas del Estado con las que convivían cotidianamente. “Desde adolescente viví la pérdida de compañeros y amigos por la poca seguridad que existía en el país; fue cuando decidí abandonar Colombia… por un tiempo”, cuenta y anhela el retorno, aunque ya lleva ocho años afuera.
Carla sostiene que la versión del gobierno colombiano sobre el conflicto ha sido la de responsabilizar por todo a los grupos insurgentes, con el objeto de desviar la atención sobre las causas estructurales de la guerra, como la desigualdad social, la falta de oportunidades que tienen los colombianos para acceder a la salud, a la educación, al trabajo y a la tierra. “Pero fue en manos de la fuerza pública y de los grupos paramilitares auspiciados por el mismo Estado, y por grandes grupos empresarios nacionales y extranjeros, que se han producido las tasas más altas de desapariciones, masacres, desplazamientos forzados y amenazas”, señala. Y desliza: “Son estas algunas de las cosas que hacen que muchos de los jóvenes colombianos solamente vean una salida a esta realidad en la guerra, en el narcotráfico o en ambos”.
Paramilitares con punto final. “A esta realidad se suman los conflictos de guerra interna. El conflicto armado que vive el país es social, es producto de la extrema concentración de la riqueza y de las tierras, que han mantenido en la pobreza más de las dos terceras partes de la población, generación tras generación”, señala Calderón. Según el sociólogo, el asunto más importante para los campesinos, indígenas, afrodescendientes, trabajadores, jóvenes y mujeres es la lucha por la justicia social, a la que califica de lejana y esquiva. "El terrorismo de Estado se implantó desde 1948 y no cesa: los falsos positivos, el genocidio contra la Unión Patriótica, el asesinato sistemático de sindicalistas, la criminalización de la protesta social, la persecución contra el pensamiento crítico son la constante desde hace 65 años".
Un caso aberrante es el caso de los falsos positivos, es decir los casos en los que matan gente a la que visten con ropa de guerrilleros para cobrar recompensas. "Hoy a los militares que produjeron esas matanzas, el Congreso les reconoció el fuero militar para que ellos mismos puedan juzgarse. La impunidad ha sido el baluarte de las corruptas instituciones colombianas", alega Calderón.
Indefensos. Pero de todas las injusticias, los que llevan la peor parte son los integrantes de los pueblos originarios. El idioma castellano es la lengua oficial del país, aunque en dos de sus archipiélagos lo es el inglés. En Colombia existen unos 65 idiomas indígenas de 87 pueblos. El censo oficial realizado en 2005 por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) arrojó que hay un 49% de mestizos y 37% de blancos; un 10,6 % de afrocolombianos y un 3,4 % de indígenas, lo que equivale a 1.378.884 personas. Algunas de las etnias precolombinas están en extinción.
Los pueblos indígenas en Colombia han tenido que pagar uno de los costos más altos de la guerra: han sido objeto de masacres de poblaciones enteras, así como de desplazamientos forzados. Muchos de sus líderes han sido asesinados, perseguidos y su movimiento de resistencia, estigmatizado. Han padecido la violación a su cultura y autonomía. Y no es la única violación que sufren.
“Desde 1991, en la Constitución colombiana se indicó la instalación de 710 resguardos donde los indígenas podemos vivir”, señala por Skype Miguel Ángel Ramírez, integrante de un pueblo originario del norte de Colombia. “Pero hemos sido desplazados: por el Estado, que montó parques nacionales y que son administrados de forma privada por sobre nuestros territorios; por distintos grupos armados que buscan utilizar nuestras tierras para cultivos ilegales; y por empresarios de monocultivos que con sus fumigaciones nos envenenan nuestras aguas y plantas”.
Agravando la situación, no sólo el sicarismo que mata a su gente preocupa a Ramírez, sino también que en las zonas cercanas a las bases norteamericanas, se establecen prostíbulos “adonde llevan a nuestras niñas secuestradas”.

((RECUADRO 1)) Violencia femicida
Seis mujeres por minuto
De acuerdo con un informe publicado en 2010 por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (Unifem), en Colombia son agredidas seis mujeres por cada minuto. La agencia informaba entonces que, en este país, las agresiones contra las mujeres están totalmente naturalizadas y no sólo no sorprende, sino que la misma sociedad tiende a justificarlas. Además, como ocurre en otros casos de violencia, sólo un 38 por ciento de las víctimas denuncia a sus agresores, sea por chantaje, miedo, porque descree en la Justicia, porque el golpeador es de su círculo familiar o porque siente vergüenza de exponerse.
Según indicó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la tasa de participación femenina en la actividad económica en zonas urbanas ronda el 54 por ciento y la proporción de puestos ocupados por mujeres en el Parlamento nacional es del 8 por ciento. Las mujeres en zonas urbanas cobran una remuneración del 75 por ciento de lo que cobraría un hombre por realizar misma tarea.
Luisa Salamanca tiene 33 años, es licenciada en Ciencias Políticas y se fue a vivir a España por una beca, donde se quedó, aunque su familia sigue en Colombia. “Se nos educa para ser un tipo de mujer desde el colegio, pasando por los estereotipos de las telenovelas. La violencia política enmascara otras violencias”, dice. Se fue por nueve meses a cursar un master pero ya lleva nueve años afuera.
La violencia contra las mujeres es moneda corriente. El pasado 16 de febrero, en situaciones todavía por esclarecer, murió de un tiro Angélica Bello, de 45 años, madre de cuatro hijos, defensora colombiana de los Derechos Humanos. Desde hacía años venía recibiendo amenazas por su ayuda a sobrevivientes de violencia sexual. En 2000, un grupo de paramilitares secuestró y tuvo como esclavas sexuales a dos de sus hijas, que las liberaron cuando ella intervino personalmente. En 2006, constituyó la Fundación Nacional Defensora de los Derechos Humanos de la Mujer (Fundhefem) y en 2009 fue víctima de abusos sexuales, presuntamente por venganza. En 2010 las amenazas y ataques contra Angélica fueron tantas que la llevaron a pedir protección. Le otorgaron dos guardias armados y un vehículo blindado.
Se difundió que el sábado 16, a las 22.50, en su domicilio, se había disparado con el arma de uno de sus guardaespaldas. “Ser mujer y activista de los derechos humanos en Colombia es como ser kamikaze en Irak”, había dicho a finales de 2011 a Amnistía Internacional.
El sociólogo colombiano Javier Calderón dijo a Miradas al Sur que “como en todo el continente, los latifundistas, el militarismo y las instituciones existentes sustentan el legado patriarcal impuesto desde hace siglos; las mujeres entierran a sus hijos y esposos, para después desplazarse a las ciudades a servir en lo que puedan, para sustentar a los familiares sobrevivientes. Allí, encuentran discriminación, les pagan lo que quieren y atentan contra sus derechos fundamentales. En Colombia, los Derechos Humanos son sólo siglas míticas: cerca de cuatro generaciones no conocen un Estado social de derecho… Las mujeres, menos. Se dice que el panorama colombiano es complejo, violento y desolador, sin embargo hay un pueblo trabajador que ha roto el miedo y está construyendo una alternativa a esta situación, para la cual necesitamos del apoyo decidido de nuestros hermanos latinoamericanos. En Colombia también estamos luchando por la segunda y definitiva independencia de nuestra América.”

((RECUADRO 2)) Que se vayan todos los armados
Ocurrió a mediados del año pasado. Entre los pocos medios que dieron difusión al hecho estaba el canal Telesur. Un grupo de militares empezó a disparar para acorralar a los indígenas del norte del Cauca y generaron una rebelión indígena que exigió que se fueran de la zona todos aquellos que portaran armas.
Fue en julio del 2012, cuando la Guardia Indígena del norte del Cauca montó un operativo para asegurarse de la evacuación real de los militares que se encontraban en esos pueblos. Los nativos que habían concurrido a la base Militar de la Torre, cerca del municipio de Toribio, habían sido atacados con gases lacrimógenos cuando reclamaban el fin de los enfrentamientos armados que tanto les afectaba y por el que fueron desplazados más de 600 habitantes. Estos son parte de los 70 mil desplazados internos indígenas registrados en Colombia.
Resultaba curioso ver en cámara a un grupo de indígenas formando un cordón de seguridad viendo cómo los militares empacaban su armamento y víveres a la hora señalada por los ellos.
Según indica el informe, "unos cinco mil indígenas destruyeron trincheras del Ejército, de la Policía y de las Farc para terminar con los hostigamientos, daños y víctimas que dejan los enfrentamientos armados en la zona".
En la cobertura, impactaba el contraste de la violencia que reina en Colombia con el método que utilizaron para desactivarla. Las cámaras captaron a uno de los miembros de la comunidad indígena, Feliciano Valencia, explicando que la intención no era agredir a nadie: “Es decirles con la razón que nos asiste que nos cansamos de la guerra y no aguantamos más. Que los armados se vayan para que nos dejen construir la paz”.
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